sábado, enero 06, 2007

FUEGO DEL AYER

Luego de escribir el artículo “La Voz de mi Alma” sentí revivir, con fuerza increíble, infinidad de momentos de mi pasado que creía olvidados. Gente muy amiga me instó a publicar esos recuerdos para compartirlos con quienes hayan experimentado similares vivencias o nunca conocido esos capítulos de nuestro ayer porteño. Hoy les ofreceré “Las fogatas de San Pedro y San Pablo”.

Los chicos de las distintas cuadras, a las que pomposamente denominábamos “barrios”, nos disputábamos las ramas de los árboles que podábamos selectivamente, siempre buscando las más secas, aquellas que en su momento ardieran más fácilmente.

Luego de cortarlas las guardábamos en las copas más altas, pero durante las noches eran extrañamente cambiadas de lugar por invisibles “duendes” que no cesaban de repetir tales travesuras hasta la última jornada previa a las grandes “fogaratas”.

Después de todas esas “mudanzas” las cantidades de ramas terminaban siendo repartidas por igual entre los chicos de los “barrios”, previa intervención oficiosa de padres y vecinos en general que no querían vernos pelear.

Llegado el 29 de Junio armábamos la estructura de la fogata durante la tarde, no demasiado temprano, apenas unas horas antes de la noche, para evitar que la policía o alguna cuadrilla municipal nos tirara abajo todo.

Las señoras y chicas del barrio se encargaban de preparar un muñeco, por lo general tan grande como un hombre adulto, al que vestían con telas muy coloridas y hasta le ponían sombrero. Ese muñeco sobresalía unos dos metros de lo más alto de la “montaña” de ramas, maderas y trapos, siendo visible desde más de cinco cuadras de distancia en línea recta.

La noche nos reunía a chicos y grandes alrededor del proyecto compartido por casi todo el vecindario.

En un determinado momento aparecían las antorchas encendidas por los mayorcitos y la fiesta comenzaba. Las llamas subían lentamente por las ramas mitad secas mitad verdes y nosotros gritábamos, fascinados por el serpenteo del fuego, mientras la gente más grande se reía y aplaudía.

Eran escenas maravillosas, diferentes a las de todos los días, donde nadie se sentía ajeno a la celebración. Por unas horas, padres e hijos, abuelos y nietos, tíos y sobrinos, cumplíamos ese ritual que se repetía anualmente y durante el cual las edades de las personas desaparecían mágicamente hasta convertirnos todos en pibes.

El muñeco empezaba a incendiarse y los gritos de euforia se multiplicaban, hasta que poco a poco las llamas mermaban y comenzaban a acumularse las cenizas donde minutos atrás estaban las ramas que tanto trabajo nos había costado juntar. Entonces nos espantábamos bastante al descubrir el asfalto derretido en forma circular en medio de la calle.

Casi siempre al final de la fiesta, nunca antes, aparecía “el autito”, que así denominábamos al patrullero de la policía, pero los uniformados se limitaban a llamar a alguna persona mayor y recomendarle que tuviéramos cuidado de no provocar ningún incendio, después de lo cual se retiraban del lugar y no volvían, aunque los veíamos dar vueltas a un par de cuadras de distancia.

Entonces, en las brasas que aún restaban, poníamos a asar papas y batatas que luego retirábamos con palitos y las comíamos sin salarlas, apenas limpiándoles las cenizas que las cubrían. Nos reíamos y disfrutábamos mucho esos “manjares” que nos repartíamos amistosamente.

A la mañana siguiente, apenas abrían las puertas los comercios, la cuadrilla municipal reparaba el asfalto dañado y ese manchón negro nos recordaba, durante meses, la “fogarata” de San Pedro y San Pablo que habíamos armado más grande y pintoresca que ningún otro “barrio” a la redonda...

J. E. M.

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