sábado, julio 22, 2006

LA VOZ DE MI ALMA

Nacido y criado en un hogar humilde, aprendí desde muy pequeño a valorar el pan en la mesa, la familia reunida y los libros que mis padres me regalaban cada vez que podían.

Crecí leyendo, escribiendo, dibujando mis propias historietas e intercambiando revistas usadas con los chicos del barrio.

Nunca pedí demasiado, más bien me cuidaba de insinuar que sentía ganas de comer algo en especial o de tener un par de zapatos como el de fulanito...

Veía a mis padres luchar con dignidad en pos de algún progreso, en medio de la escasez que jamás fue miseria ni hambre ni vergüenza... y mi corazón latía muy fuerte cuando a hurtadillas les observaba los rostros y descubría en sus ojos la paz de los buenos.

¡Cuánta admiración, casi veneración, despertaron en mi interior mis amados padres! No olvido a mi madre, muy delgada en ese momento, padeciendo una anemia que la doblegaba, lavando a mano la ropa en aquella pileta de cemento del patio del inquilinato. Yo le cebaba mate y me sentía muy “agrandado” de hacerlo bastante bien con mis escasos cinco años y mi nada de experiencia.

Recuerdo que cuando mi madre salía para hacer algún mandado yo me apuraba a limpiar todos los muebles de la única pieza que teníamos, que a la vez era comedor y cuarto de estudio, para que al volver ella sintiera el aroma tan especial del lustramuebles y se pusiera contenta.

A veces me dejaban jugar con ese avión grandote de madera maciza que hasta hélices que se movían tenía. ¡Y cómo me gustaba armar autitos, grúas y robots con el “meccano”!

Los chicos también nos divertíamos escuchando la radio, más o menos a las seis de la tarde, siempre que estuvieran terminados todos los deberes, soñando con las aventuras de Tarzán, Sandokán y tantos otros héroes invisibles de los que apenas conocíamos sus voces.

Mi papá me hizo algunos barriletes muy grandes, media bomba y media estrella, con varillitas de madera de una cortina vieja y papel de envolver, todo pegado con engrudo casero, que hacíamos remontar vuelo en el parque Avellaneda con un ovillo de hilo chanchero que a veces me cortaba los dedos.

A unas cuadras de casa había un comercio que vendía “miel pura de abejas” de varios gustos, según las flores, y allí íbamos con mi mamá a comprar esos frascotes repletos de tan rico alimento que después me gustaba comer con pan y manteca. Cuando la miel se terminaba tomaba la leche acompañándola con rebanadas de pan con manteca y azúcar. ¡Qué ricas eran esas meriendas!

Cuando murieron esa nena del barrio y al poco tiempo la hijita de una conocida de mi mamá, no supe qué hacer en los velorios, donde todos los chicos estábamos con guardapolvos blancos y la gente murmuraba “meningitis”.

Tampoco entendí por qué ese compañerito mío de la escuela Eva Perón se enfermó de parálisis y no pudo caminar más. Me asusté cuando no me dieron la vacuna, porque pensé que podría enfermarme como los demás, pero los médicos dijeron que yo estaba inmunizado porque mi mamá había padecido de niña la “polio”. Todos los vecinos, grandes y chicos, lavábamos las calles y veredas con agua y jabón y luego les echábamos “acaroína” para matar los “bichitos” de la “polio”. Pintábamos con cal los árboles y postes y cordones. Después supimos, pasados muchos años, que ninguna de esas medidas de prevención servían para nada, pero de igual manera creo que nos ayudaron a no sentir tanto miedo.

Me dolía saber que mi mamá, tan inteligente y con esa vocación por el estudio que siempre tuvo, se vio obligada a dejar la escuela primaria porque algunas madres de otras alumnas del establecimiento se quejaron de que una enferma de “polio” se sentaba cerca de sus hijas. Creo que durante algunos de esos ratos de llanto contenido nació en mi interior este amor tan grande hacia mis hermanos con problemas de salud...

Fui creciendo a los tirones, un poco niño y otro poco “adulto”, porque se nos exigía mucha responsabilidad por aquellos tiempos y no siempre se aceptaba que nos comportáramos infantilmente. En voz muy baja y sin que los mayores se dieran cuenta me enteré de cómo nacían los bebés, que era mentira que los traían las cigüeñas y que la verdad era que las señoras llevaban a los chiquitos dentro de la panza. Un día me toqué la boca, encima del labio superior, y casi me desmayo porque me había crecido vello. ¡Qué vergüenza ese período!

Luego de esa etapa, a los “doce años para trece”, nos mudamos a la provincia, a un lugar que nos gustaba mucho porque el sol nos tostaba enseguida como si estuviéramos en la playa. ¡Qué satisfacción jugar a la pelota en los potreros! Un compañero mío de sexto grado (ahora sería séptimo) iba a la escuela a caballo, porque vivía muy lejos y ese colegio era el único en toda la zona. Recuerdo que ese chico me pasaba a buscar algunas tardes por casa y juntos paseábamos en el caballito blanco con manchas negras.

A muchos chicos no invité a mi casa, porque cuando nos mudamos era una construcción hecha de ladrillos montados en barro y cal, con techos de chapas de cartón, y no teníamos comodidades como para ofrecerles a personas acostumbradas a otras condiciones. Sin embargo venían a visitarnos y hasta se quedaban semanas enteras algunos parientes “del centro” y ex vecinos de nuestra anterior casa de Flores, y nosotros nos sentíamos muy felices de tenerlos a nuestro lado.

¡Cómo me gustaba labrar la tierra, sembrar y luego cosechar tantas variedades! Cada visita que llegaba a casa no se iba sin llevarse bolsas enormes repletas de verduras y frutos recién cosechados. También tenía flores. Recuerdo que un tío de mi mamá que sabía mucho de plantas me dijo que yo tenía “mano verde” porque todo lo que sembraba crecía. No me da vergüenza confesarlo: yo le hablaba a las plantitas y también a los hermosos árboles que alegraban nuestras existencias.

No teníamos radio ni televisión porque no había ningún tendido eléctrico en la zona. Para estudiar mejor había que levantarse muy temprano, apenas salía el sol, porque de tarde, cuando volvía del colegio casi ya anocheciendo, era difícil ver bien con esa luz amarillenta y temblorosa de las velas o de las lámparas de mecha.

Tener perros y otros animalitos fue un nuevo placer que enriqueció nuestras vidas.

Con nosotros se mudó un canario blanquinegro que cantaba todo el día. El ave había sido rescatada en medio de una tormenta por Don Enrique, un muy querido vecino de Flores, justo cuando el agua estaba por arrastrar al tembloroso pichoncito hacia un desagüe. El hombre nos lo dio a nosotros para que lo tuviéramos y desde entonces y por varios años ese diminuto gran ser nos alegró la vida. Era un canarito tenor con gran espíritu y mucho carácter, que se divertía “peleando” con nosotros cada vez que acercábamos nuestras manos a la jaula. El desafío consistía en ir colocando alternadamente y a bastante velocidad los dedos de nuestras manos entre los barrotes de la jaula, tratando de evitar que él pudiera alcanzarnos con su filoso pico, pero casi siempre adivinaba nuestros movimientos y terminábamos el “combate” con varios dedos lastimados. Por esa actitud valiente mi mamá lo bautizó “Pascualito”, en homenaje a Pascual Pérez, nuestro primer campeón mundial de boxeo, el pequeño gigante del deporte nacional. Un día nuestro tenorcito se unió al coro de angelitos que le cantan a Dios en el Cielo y desde entonces jamás volvimos a tener un ave enjaulada en nuestra casa.

Un tío nos trajo una lorita que tenía un ojo deformado por un golpe que le habían dado. Enseguida le tomamos cariño y ella se adaptó inmediatamente a su nuevo hogar. Hablaba hasta por los codos y le gustaba que le cantaran cerca del oído. Cuando nos escuchaba entonar alguna zamba o chacarera, que era la música de moda en ese momento, o simplemente al oírnos silbar, “Nono”, que así se llamaba la parlanchina, se ponía a bailar desenfrenadamente y a ensayar sus propias “melodías”. Recuerdo que la subía a mi hombro y ella me decía secretitos detrás de la oreja y después comía semillas de girasol en mi boca, ¡pero que no se le acercara ninguna mujer...!

Tuvimos algunas gallinitas, pero lo que más recuerdo es una parejita de pigmeos hermosos que parecían perros por la manera de manejarse en la casa. Todos los animales convivían sin mayores problemas, aunque se celaban un poco cuando acariciábamos a uno y a los demás no. El gallito pigmeo era terrible, con pocas pulgas y muy peleador, pero yo me sentaba en el piso, me ponía granitos de maíz en la rodilla y él se subía a mis piernas a comer sin ningún problema y hasta se dejaba acariciar las plumas.

De a poquito fueron tendiendo cables eléctricos en la zona y así un día tuvimos luz. Recuerdo que sólo había polo vivo y que el de “tierra” se lograba conectando otro cable a la bomba de agua. La tensión eléctrica “iba y venía”, pero algo mejor que con velas estábamos.

Pasaron muchas cosas, demasiadas historias para contarlas de golpe...

Me recibí de Perito Mercantil y me ofrecieron trabajar en la escuela de la que había egresado como primera promoción. Algunas ventanas de ese instituto, caños de luz y cableado, incluso hasta partes de revoques me animé a colocar junto con un puñadito de compañeros, por eso creo que esas paredes tienen algo de mi piel y hasta de mi alma. Fui preceptor y amigo de los chicos y chicas, ayudándolos, en lo que podía, a comprender mejor esas materias tan antipáticas que a veces los profesores no tenían tiempo de explicar explayadamente. Un año de experiencia muy fructífera atesoré en mi querida escuela secundaria.

Luego me asocié con un amigo y nos instalamos en una casa muy linda que nos prestaron para preparar alumnos. ¡Qué cantidad de chicos iban a la “escuelita particular”! Nuestra mayor satisfacción fue que todos los alumnos rindieron bien sus exámenes de ingreso al secundario e incluso a la universidad. Las chicas jugaban a la pelota con sus compañeros varones en la placita del hospitalito y nosotros, los “profesores particulares”, también pegábamos un pelotazo de tanto en tanto. Los padres estaban contentos porque sus hijos tenían ganas de estudiar y a la vez se divertían sin riesgos. Fue otra experiencia magnífica e inolvidable.

Para entonces yo había madurado emocionalmente y ya no quería jugar más al “conquistador”, especialmente porque me había ido enamorando desde años atrás de una nena que luego se hizo adolescente y que al final descubrí que era la mujer de mi vida. Nos pusimos de novios y se hizo imperativo conseguir un trabajo seguro que me permitiera edificar una casa y tener lo necesario para que nos casáramos algún día.

Por medio de una persona conocida me enteré que la casa matriz de un importantísimo banco oficial incorporaría nuevos empleados, así que me presenté a la oficina de personal y me anotaron para los exámenes previos. ¡Seis horas estuve escribiendo, dibujando, analizando y respondiendo también oralmente hasta que me dieron permiso para retirarme! Fue una semana de difícil espera, pero al cabo de la misma me llegó la novedad de que había sido aprobado con un puntaje muy elevado. Mi novia se quedó estupefacta y yo no podía reaccionar de tanta alegría y emoción. Pasamos días y días haciendo planes para cuando me incorporaran al banco y comenzara a cobrar mis primeros sueldos.

“El presidente Onganía firmó un decreto congelando los nombramientos en la Administración Pública”, se podía leer en las tapas de los diarios. Fue el fin inesperado de un sueño hermoso y el principio de una realidad tambaleante. Lágrimas y rabietas después de esa noticia busqué por todas partes un trabajo, pero nada era seguro, apenas changas o contratos por tres meses, situación que se extendió demasiado pero que un día, como pasa con todo, fue cambiando un poco y entonces volví a reflotar mis proyectos y a recuperar la esperanza.

Recuerdo que era yo casi un niño estrenando la mayoría de edad, que por aquel entonces se consideraba tal recién a los veintidós años...

Fue cuando de pronto explotó la vida, se consumió en llamas de azufre y odio.

Miles de cuerpos se convirtieron en humo y olvido.

Se ajó el patriotismo y avanzó la entrega fácil, poniéndose de moda aquello de “primero yo, luego yo y siempre yo”.

Se diluyó la dignidad y creció la vergüenza.

La verdad fue atropellada y malherida por el engaño y la mentira.

El olor a muerte impregnó la piel de cada casa y las flores dejaron de ser decorativas para convertirse en símbolos de adioses desgarradores.

Las muertes prematuras tiñeron la realidad de salvaje incoherencia.

La alegría mutó en patetismo y las risas se convirtieron en muecas forzadas repletas de ecos no deseados.

Muchos niños perdieron a sus padres y muchos padres perdieron sus esperanzas.

La ingenuidad se convirtió en malicia y la inocencia se embadurnó el rostro con pólvora y sangre.

La maldad parió hijos que la honraron, mientras los puros de alma buscaban un rincón seguro donde orar al Dios del Amor.

El terror desplazó a la fe y la amistad se convirtió en delación.

El don pirulero ganó la batalla y cada cual atiende su juego...

Actualmente, los domingos a la hora del almuerzo los chicos casi no participan de las reuniones familiares, porque necesitan dormir para recuperar las energías que perdieron durante toda la noche y la madrugada en los boliches. Alrededor de la mesa apenas se sientan el papá, la mamá y quizás alguno de los abuelos. El aparato de TV es el centro de atención, no lo que alguno desee comentar u opinar. Es un día más, en realidad un día menos...

Gracias a Dios no sucede en todos los hogares, por ejemplo nunca lo he tenido que sufrir en mi casa, pero es una realidad que está resquebrajando a la sociedad.

Y otro fenómeno que nos afecta como pueblo: los hijos se han convertido en padres y estos últimos se sientes como adolescentes descubiertos en falta. ¿Roles cambiados caprichosamente por alguna mano negra...? ¿Moda...?

Se confunde respeto con sumisión y libertad con transgresión.

No nos saludamos con sincera cordialidad ni nos ocupamos de nuestro prójimo.

Hemos perdido la capacidad de escuchar y comprender.

¿Qué nos ha sucedido...? ¿Quiénes somos...?

¡No...! ¡Me niego a ocupar el lugar de los acusados...! ¡Basta de decir “nosotros” cada vez que nos referimos a pecados ajenos...! No quise ni quiero esta degradación a la que nos estamos acercando peligrosamente. Es hora de poner las piezas en su lugar y que cada persona asuma la responsabilidad que le quepa...

Miro perdidamente a mi alrededor y veo que mis hijos me observan. Me pregunto, sonrojándome: ¿Encontrarán algún motivo de admiración en mi persona?

Entonces escucho una voz muy juvenil, desde dentro de mí, que me dice:

—Soy el pibe que vive, sueña, ríe y llora en tu interior, ese purrete que nunca dejaste morir ni contaminarse... Me alimento de tus mejores sentimientos y siempre estaré ayudándote a luchar en pos de una Patria con memoria y dignidad, sin odio pero con justicia, para que los chicos de hoy, los que ya no tienen ni siquiera potreros libres para jugar a la pelota, puedan remontar barriletes mitad bomba mitad estrella en los parques de todo el país, en un cielo libre de acechanzas y repleto de sol...

Noto que mis hijos sonríen e intuyo que ellos también escucharon la voz de mi alma. Les devuelvo la mirada con ternura y saboreo un rico café que me ha traído mi esposa. Estoy tranquilo y agradecido, porque me siento vivo y con fuerzas para seguir avanzando...

J. E. M.

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